En la Nochebuena de 1223,
Francisco de Asís, el Poverello, con su corazón lleno de ternura, con su
espíritu lleno de imaginación, organizó un encantador Belén viviente en Greccio,
en el valle de Rieti (Italia).
Belén. O Betlehem, que significa
“la casa del pan” o “la casa de Lehem”, el dios del pan, pues el color y el
sabor del pan son sacramento de Dios. Belén: allí veneran los judíos la tumba
de Raquel, esposa de Jacob o Israel, querida matriarca judía que sigue llorando
a sus hijos desterrados y a todos los hijos de todas las madres masacrados por
todos los reyes Herodes. Allí nació el rey David, tan idealizado en la Biblia,
pero tan poco ideal en la realidad.
En tiempo de San Francisco, la
cristiandad organizaba cruzadas para conquistar aquella “tierra santa”. Morían
y mataban para poder peregrinar a Belén y celebrar allí la Navidad. Francisco,
el hermano de todos, cristianos o musulmanes, el hermano de todas las
criaturas, animadas o inanimadas, pensó que no merecía la pena morir ni matar
por ir a Belén. “Todos los lugares son Belén”, se dijo, y quiso representarlo
de modo viviente en el lugar más pobre y escarpado, en una cueva de Greccio.