En mis
años de obispo conocí comunidades que destinaban mucho tiempo y esfuerzo a la
liturgia y la adoración. Claramente éste era el foco, la razón de ser de
aquellas congregaciones, y sus objetivos reflejaban también dicha prioridad.
Los objetos del altar, las vestimentas de los clérigos y de los participantes
en la liturgia siempre estaban conjuntados y ordenados armónicamente. Las
sacristías reflejaban aprecio y devoción. Estas iglesias también tendían a
cuidar mucho la música. Por lo general, disponer de un gran órgano era esencial
y, por supuesto, había que contar con un organista de calidad.
Además,
había que contar con un coro profesional.