Leonardo Boff
Los caminos que van del corazón de
un hombre al corazón de una mujer son misteriosos. Igualmente misteriosas son
las travesías del corazón de dos hombres y respectivamente de dos mujeres que
se encuentran y se declaran sus mutuos afectos. De ese ir y venir nace el
enamoramiento, el amor y finalmente el casamiento o la unión estable. Como
tratamos con libertades, las parejas se encuentran expuestas a eventos
imponderables.
La propia existencia nunca está
fijada de una vez. Vive en permanente diálogo con el medio. Ese intercambio no
deja a nadie inmune. Cada uno vive expuesto. Las fidelidades mutuas son puestas
a prueba. En el matrimonio, apagada la pasión, empieza la vida cotidiana con su
rutina gris. En la convivencia a dos suceden desencuentros, irrumpen pasiones
volcánicas por la fascinación de otra persona. No es raro que después del
éxtasis siga la decepción. Hay vueltas, perdones, renovación de promesas y
reconciliaciones. Siempre sobran, sin embargo, las heridas, que, aunque
cicatricen, recuerdan que un día sangraron.
El amor es una llama viva que arde
pero que puede oscilar y lentamente ir cubriéndose de cenizas hasta apagarse.
No es que las personas se odien, se vuelven indiferentes unas a otras. Es la
muerte del amor. El verso 11 del Cántico Espiritual del místico San Juan de la
Cruz, que son canciones de amor entre el alma y Dios, dice con fina
observación: «el mal de amor no se cura sino con la presencia y la figura». No
basta el amor platónico, virtual o a distancia. El amor exige presencia. Quiere
la figura concreta que más que la piel-a-piel es el cara-a-cara y el corazón
sintiendo el palpitar del corazón del otro.
Bien dice el místico poeta: el amor
es una dolencia que, en mis palabras, sólo se cura con lo que yo llamaría
ternura esencial. La ternura es la savia del amor. Si quieres guardar,
fortalecer, dar sostenibilidad al amor sé tierno con tu compañero o con tu
compañera. Sin el aceite de la ternura no se alimenta la llama sagrada del
amor. Se apaga.
De entrada,
descartemos las concepciones psicologizantes y superficiales que identifican la
ternura como mera emoción y excitación del sentimiento frente al otro. La
concentración solo en el sentimiento genera el sentimentalismo. El
sentimentalismo es un producto de la subjetividad mal integrada. Es el sujeto
que se pliega sobre sí mismo y celebra las sensaciones que el otro provocó en
él. No sale de sí mismo.
La ternura, por el contrario,
irrumpe cuando la persona se descentra de sí misma, sale en dirección al otro,
siente al otro como otro, participa de su existencia, se deja tocar por su
historia de vida. El otro marca al sujeto. Ese demorarse en el otro, no por las
sensaciones que nos produce, sino por amor, por el aprecio a su persona y por
la valoración de su vida y de su lucha. “Te amo no porque eres hermosa; eres
hermosa porque te amo”.
La ternura es el afecto que damos a
las personas en sí mismas. Es el cuidado sin obsesión. Ternura no es
afeminación ni renuncia de rigor. Es un afecto que, a su manera, nos abre al conocimiento
del otro. El Papa Francisco hablando en Río a los obispos les pidió “la
revolución de la ternura” como condición para un encuentro pastoral verdadero.
En realidad sólo conocemos bien
cuando tenemos afecto y nos sentimos envueltos con la persona con la cual
queremos establecer comunión. La ternura puede y debe convivir con el extremo
empeño por una causa, como fue ejemplarmente demostrado por el
revolucionario Che Guevara (1928-1968).
De él guardamos esta sentencia inspiradora: “hay que endurecerse pero sin
perder nunca la ternura”. La ternura incluye la creatividad y la
auto-realización de la persona junto y a través de la persona amada.
La relación de ternura no envuelve
angustia porque está libre de la búsqueda de ventajas y de dominación. El
enternecimiento es la fuerza propia del corazón, es el deseo profundo de
compartir caminos. La angustia del otro es mi angustia, su éxito es mi éxito y
su salvación o perdición es mi salvación y, en el fondo, no sólo mía sino de
todos.
Blas Pascal (1623-1662), filósofo y
matemático francés del siglo XVII, introdujo una distinción importante que nos
ayuda a entender la ternura: distingue el esprit de finesse del esprit de
géometrie.
El esprit de finesse es el espíritu
de finura, de sensibilidad, de cuidado y de ternura. El espíritu no sólo piensa
y razona. Va más allá, porque añade al raciocinio sensibilidad, intuición y
capacidad de sentir en profundidad. Del espíritu de finura nace el mundo de las
excelencias, de los grandes sueños, de los valores y de los compromisos a los
cuales vale la pena dedicar energías y tiempo.
El esprit de géometrie es el
espíritu de cálculo y de trabajo, interesado en la eficacia y en el poder. Pero
donde hay concentración de poder ahí no hay ternura ni amor. Por eso las personas
autoritarias son duras y sin ternura y, a veces, sin piedad. Pero este es el
modo de ser que ha imperado en la modernidad. Ésta ha arrinconado, bajo un
montón de sospechas, todo lo relacionado con el afecto y la ternura.
De aquí
se deriva también el vacío aterrador de nuestra cultura “geométrica” con su
plétora de sensaciones pero sin experiencias profundas; con una acumulación
fantástica de saber pero con escasa sabiduría, con demasiado vigor muscular,
demasiada sexualización, demasiados artefactos de destrucción, mostrados en los
serial killer, pero sin ternura ni cuidado de unos con otros, con la Tierra, y
con sus hijos e hijas, con el futuro común de todos.
El amor
y la vida son frágiles. Su fuerza invencible viene de la ternura con la cual
los rodeamos y los alimentamos siempre.
Leonardo
Boff, autor de La fuerza de la ternura, Mar de Idéas, Rio 2012.
No hay comentarios:
Publicar un comentario