La Enseñanza Religiosa Escolar en E. Infantil y Primaria

viernes, 1 de agosto de 2014

Cristo es el Buen Samaritano

Normalmente, cuando leemos la preciosa parábola del buen samaritano, aquel hombre que siendo extranjero al pueblo de Israel, se hizo prójimo del hombre que había sido robado y apaleado y estaba tirado y herido al borde del camino, nos quedamos con su primer sentido. Es el más evidente: amar es hacerse prójimo de quien sufre.
¿Qué es la caridad? ¿Qué es el amor?. Cargar sobre nuestros hombros el dolor de nuestros hermanos y procurar aliviarlo, ayudarlo. El amor es una entrega servicial que, generalmente, poco tiene que ver con los sentimientos y estados afectivos. Amar es servir, amar es acercarse, amar es curar.
Pero avanzando más en la lectura e interpretación de esta parábola, llegamos ya a un segundo sentido, más hondo, el cristológico.
En la parábola vemos a Cristo; en el buen samaritano reconocemos a Cristo, el verdadero buen samaritano.
Ya hace tiempo lo explicamos y así aprendemos también a interpretar cristológicamente toda la Escritura, pues Cristo está "como escondido" en todo, y todo nos habla de Él. Recordemos esa catequesis sobre la parábola cristológicamente explicada del buen samaritano.
Sigamos ahondando en esa parábola que nos encierra y a la vez nos descubre grandes tesoros para comprender el misterio de la encarnación del Verbo y de su redención.
"Amar, dice Jesús, es comportarse como el buen samaritano. Por lo demás, sabemos que el buen samaritano por excelencia es precisamente él: aunque era Dios, no dudó en rebajarse hasta hacerse hombre y dar la vida por nosotros" (Benedicto XVI, Ángelus, 15-julio-2007).

Gran pregunta, ¿qué es amar?.

Amar será reproducir en nosotros -por gracia- la caridad que mueve a Cristo, buen Samaritano.
 "La parábola del buen Samaritano (cf. Lc 10, 25-37) nos lleva sobre todo a dos aclaraciones importantes. Mientras el concepto de « prójimo » hasta entonces se refería esencialmente a los conciudadanos y a los extranjeros que se establecían en la tierra de Israel, y por tanto a la comunidad compacta de un país o de un pueblo, ahora este límite desaparece. Mi prójimo es cualquiera que tenga necesidad de mí y que yo pueda ayudar. Se universaliza el concepto de prójimo, pero permaneciendo concreto. Aunque se extienda a todos los hombres, el amor al prójimo no se reduce a una actitud genérica y abstracta, poco exigente en sí misma, sino que requiere mi compromiso práctico aquí y ahora. La Iglesia tiene siempre el deber de interpretar cada vez esta relación entre lejanía y proximidad, con vistas a la vida práctica de sus miembros" (Benedicto XVI, Deus caritas est, 15).

Este amor de Cristo, buen samaritano, nos enseña a amar y a vivir en el mundo y a convertir la Iglesia en un "espacio de caridad", con relaciones fraternas y una dimensión de servicio al hombre por amor a Cristo:
"La Iglesia es la familia de Dios en el mundo. En esta familia no debe haber nadie que sufra por falta de lo necesario. Pero, al mismo tiempo, la caritas-agapé supera los confines de la Iglesia; la parábola del buen Samaritano sigue siendo el criterio de comportamiento y muestra la universalidad del amor que se dirige hacia el necesitado encontrado « casualmente » (cf. Lc 10, 31), quienquiera que sea. No obstante, quedando a salvo la universalidad del amor, también se da la exigencia específicamente eclesial de que, precisamente en la Iglesia misma como familia, ninguno de sus miembros sufra por encontrarse en necesidad. En este sentido, siguen teniendo valor las palabras de la Carta a los Gálatas: « Mientras tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos, pero especialmente a nuestros hermanos en la fe » (6, 10)" (Benedicto XVI, Deus caritas est, 25).

Así la caridad cristiana deviene en acción real, concreta, a hombres concretos. Abandonemos el lenguaje de los grandes discursos y compromisos, de los manifiestos y compromisos, y miremos la verdad de la caridad cristiana (la que nace de Cristo) que se concreta en la vida de su Iglesia:
"Según el modelo expuesto en la parábola del buen Samaritano, la caridad cristiana es ante todo y simplemente la respuesta a una necesidad inmediata en una determinada situación: los hambrientos han de ser saciados, los desnudos vestidos, los enfermos atendidos para que se recuperen, los prisioneros visitados, etc. Las organizaciones caritativas de la Iglesia, comenzando por Cáritas (diocesana, nacional, internacional), han de hacer lo posible para poner a disposición los medios necesarios y, sobre todo, los hombres y mujeres que desempeñan estos cometidos. Por lo que se refiere al servicio que se ofrece a los que sufren, es preciso que sean competentes profesionalmente: quienes prestan ayuda han de ser formados de manera que sepan hacer lo más apropiado y de la manera más adecuada, asumiendo el compromiso de que se continúe después las atenciones necesarias. Un primer requisito fundamental es la competencia profesional, pero por sí sola no basta. En efecto, se trata de seres humanos, y los seres humanos necesitan siempre algo más que una atención sólo técnicamente correcta. Necesitan humanidad. Necesitan atención cordial. Cuantos trabajan en las instituciones caritativas de la Iglesia deben distinguirse por no limitarse a realizar con destreza lo más conveniente en cada momento, sino por su dedicación al otro con una atención que sale del corazón, para que el otro experimente su riqueza de humanidad. Por eso, dichos agentes, además de la preparación profesional, necesitan también y sobre todo una « formación del corazón »: se les ha de guiar hacia ese encuentro con Dios en Cristo, que suscite en ellos el amor y abra su espíritu al otro, de modo que, para ellos, el amor al prójimo ya no sea un mandamiento por así decir impuesto desde fuera, sino una consecuencia que se desprende de su fe, la cual actúa por la caridad (cf. Ga 5, 6)" (Benedicto XVI, Deus caritas est, 31).

¡Qué hermosa es la caridad que, naciendo sobrenatural, es tan finamente humana, delicada, en servicio a quien sufre, acercándose a quien sufre!.

Al fin y al cabo:
  1. ¿No fue esto lo que hizo Cristo, dejando su gloria (Jerusalén) bajó hasta nosotros que estábamos perdidos (Jericó)?.
  2. ¿No nos encontró derribados y heridos (por el pecado)?.
  3. ¿No nos tomó sobre sus hombros y nos montó en su cabalgadura (su santa humanidad)?.
  4. ¿No curó nuestras heridas y nos llevó a la posada (la Iglesia) para ser atendidos por el posadero?.
  5. ¿No limpió nuestras heridas con aceite y vino (sacramentos del bautismo y la Eucaristía)?. 


Como él, seamos prójimos-cercanos de quien nos necesite.

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