El crédito de
Francisco sigue creciendo fuera del Vaticano mientras en el interior se
extiende un cierto desconcierto ante su forma personalista de ejercer el poder.
La clave está en el poder. Los moralistas del siglo XVII sostenían que el
poder es un hábito que se quita solamente con la muerte. Joseph Ratzinger, en
cambio, sintió que su incapacidad para ejercerlo lo estaba asfixiando y, en un
gesto desesperado —el único grito de un hombre que jamás levantó la voz—,
decidió quitárselo. Jorge Mario Bergoglio no tendrá ese problema. Le encanta
el poder. Ama ejercerlo. Y, por si fuera poco, desde Buenos Aires tuvo la
suficiente perspectiva para contemplar qué sucede en el Vaticano cuando dos
papas consecutivos —Juan Pablo II, durante su larga enfermedad, y Benedicto
XVI, por su incapacidad para mandar— dejan el destino de la Iglesia en manos de
una Curia ensimismada, enfrentada entre sí, a merced de los instintos mundanos.
De ahí que, al margen de que se esté más o menos de acuerdo con sus planes, ya
nadie duda en el Vaticano de que el huésped de 78 años que, cada madrugada a
las cuatro y media, enciende la luz de la habitación 201 de la residencia de
Santa Marta, reza durante un par de horas, dice misa a las siete y desayuna
después con gran apetito, está dispuesto a usar todo su poder para cambiar la
Iglesia.
El cómo lo conseguirá, cuándo, apoyándose en quién, por qué ruta, hasta dónde, sigue siendo una incógnita. Porque, a diferencia de extramuros, donde el crédito de Francisco no para de acrecentarse desde su elección hace año y medio, en el pequeño Estado reina un cierto desconcierto. No fueron pocos los que soñaron con que, más allá de los gestos —la cruz de plata, los zapatos gastados, el coche pequeño, la renuncia al lujoso apartamento papal—, Francisco terminase entrando en el redil de los papas, que claudicara ante una burocracia pesada, llena de compromisos, atada a la historia y a la doctrina. Se equivocaron. Bergoglio llegó solo y sigue prácticamente solo. Nadie sabe a ciencia cierta quiénes —al margen de las cosas prácticas que le soluciona su secretario, Fabian Perocchio— forman el equipo del Papa, en quiénes confía a ciegas.
Un alto cargo del Vaticano admite, entre admirado y sorprendido, que Bergoglio parece tener mil micrófonos escondidos o disponer de una legión de confidentes: “Es increíble. Se entera de todo. A veces llama a alguien y le pregunta: me han dicho que no estás de acuerdo con esto que he dicho, dime por qué, tal vez yo esté equivocado... Imagínate cómo se te queda el cuerpo. Ya se sabe que los papas no vienen con libro de instrucciones, cada uno es de una manera, ahí tienes el carisma extrovertido de Karol Wojtyla o la timidez intelectual de Joseph Ratzinger, pero Jorge Mario Bergoglio es un caso aparte, todavía por catalogar. Cuando intentamos averiguar por dónde va a venir, ya hace rato que ha pasado”.
“A veces llama a alguien y le pregunta: me dicen que no estás de acuerdo, dime por qué, tal vez esté equivocado”, explica un alto cargo vaticano.
Un diplomático del Vaticano asiente. Cuando, pocas horas después de su elección, en el aula Pablo VI, delante de cientos de periodistas de todo el mundo, Bergoglio dijo aquello de “cómo me gustaría una Iglesia pobre y para los pobres”, no fueron pocos los que pensaron —hay quien todavía lo cree— que no se trataba más que de una frase bonita, un deseo nacido para no cumplirse, un maquillaje tal vez útil para tapar las arrugas, pero no las heridas.
Ya se empieza a ver que no es así. Dos altos cargos del Vaticano que, bajo estricto secreto de confesión, han hablado para este periódico reconocen que el cambio ya está en marcha; “aunque a veces actúe saltándose los protocolos establecidos y provocando por ello alguna que otra reacción contraria”. La razón para un comportamiento así de expeditivo, según su amiga Alicia, es que el Papa sabe que no tiene ni un minuto que perder: “No lo veo llegando a viejo de Papa. No creo que se eternice en el cargo, que el suyo sea un papado largo. Fundamentalmente, porque a él le gusta mandar. Él ejerce el mando. Y no dejará que nadie mande por él. Le gusta conducir, estar pendiente de todos los detalles. Los discursos se los escribe él mismo, y con mucha antelación. Le gusta hacerlo, es doctor en Letras y un poeta de la Biblia. El padre Jorge —yo sigo llamándolo así— no lee nada que no haya escrito. Por eso tiene prisa. Sabe que tiene que cambiar la Iglesia y que tiene que hacerlo ya”.
El Papa, el día de su cumpleaños, el 17 de diciembre.
Es la misma sensación que hay dentro del Vaticano. Se puede decir que Jorge
Mario Bergoglio actúa en dos niveles. Uno es el público. Sus declaraciones. Sus
viajes. Sus arriesgadas iniciativas entre las que destaca el encuentro entre
palestinos e israelíes en el Vaticano o la exitosa mediación entre EE UU y Cuba. En un tiempo en que
la fama es tan efímera como un mensaje de 140 caracteres, que la maquinaria
mediática necesita constantemente héroes nuevos y desechables, el Papa —¡el
jefe de la Iglesia católica!— sigue un año y medio después de su sorprendente
elección instalado en la lista de los personajes más valorados, subido al
pedestal de las noticias más leídas. Un buen ejemplo es su visita reciente a Estrasburgo. Su largo e intenso
discurso fue interrumpido constantemente por los aplausos de los
europarlamentarios. Pero no de todos al mismo tiempo. Cuando arremetía contra
el sistema económico mundial, los privilegios y la casta, un sector aplaudía a
rabiar y el otro callaba o lo hacía con timidez. Pero cuando hablaba a favor
del “respeto a la vida desde el momento de la concepción”, los tornas se
cambiaban. El estado de gracia mediática de Bergoglio hace que todos escuchen
lo que quieren escuchar y no se incomoden por lo que no les conviene. “La
actriz Virna Lisi, fallecida el jueves”, dice una fuente, “anunció hace unos
años un dentífrico en el que se veía su sonrisa espectacular y una leyenda que
explicaba: ¡con esa boca puedes decir lo que quieras! Al Papa se le puede
aplicar. Si alguno de sus antecesores hubiera dicho algunas de las cosas que
dice él, se hubiese montado un gran escándalo”.
“Le encanta ser cura.
Y está cumpliendo su sueño de cura siendo Papa. Ahora tiene poder”, cuenta la
periodista argentina Alicia Barrios.
No se trata, por tanto, solo de su pontificado. Bergoglio siente que las
piedras sobre las que está edificada la Iglesia amenazan ruina, y se ha puesto
manos a la obra para cambiarlas ante la perplejidad del Vaticano. “Está
decidido”, dice otra fuente, “a descentralizar la Curia romana, ponerla al
servicio de las conferencias episcopales, reducir los dicasterios [ministerios]
y el número de cardenales, constituir un gabinete de Gobierno y darle voz a los
fieles. No quiere que solo opinen los que están arriba de la tarta —los
obispos, los cardenales—, sino también los que sufren los problemas reales. Lo
de llevar la Iglesia a la periferia lo hará a rajatabla”.
Durante el reciente sínodo sobre la familia, Francisco quiso que cada sesión se abriera con un testimonio. Hubo uno que impactó especialmente. El de los australianos Ron y Mavis Pirola. Contaron que unos amigos suyos que habían educado a sus hijos en la moral católica se encontraron con un problema el día que, uno de ellos, les dijo que quería asistir a la cena de Navidad junto a su compañero gay. No sabían qué hacer. Por un lado, les habían educado en el rechazo. Por otro, era su hijo. Tras escuchar el testimonio, el cura Bergoglio, vestido de Papa, pidió a obispos y cardenales que buscaran una solución.
Lo que salió de aquella discusión fue un desencuentro grande y retransmitido entre el sector más tradicional y aquel que, en sintonía con Francisco, quiere abrir la puerta a las nuevas familias. El Papa sabe que los próximos meses van a ser duros. El huésped de la habitación 201 tiene ante sí el difícil reto de usar su poder para cambiar el rumbo de la Iglesia. A ser posible, sin romperla.
(Colaboración aportada por el amigo y hermano en Cristo: Juan Hernández)
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