jueves, 7 de julio de 2016

Miqueas, el profeta que convirtió la liturgia en vida

En mis años de obispo conocí comunidades que destinaban mucho tiempo y esfuerzo a la liturgia y la adoración. Claramente éste era el foco, la razón de ser de aquellas congregaciones, y sus objetivos reflejaban también dicha prioridad. Los objetos del altar, las vestimentas de los clérigos y de los participantes en la liturgia siempre estaban conjuntados y ordenados armónicamente. Las sacristías reflejaban aprecio y devoción. Estas iglesias también tendían a cuidar mucho la música. Por lo general, disponer de un gran órgano era esencial y, por supuesto, había que contar con un organista de calidad.
Además, había que contar con un coro profesional.
Finalmente, también había que editar un folleto que guiara, en cada evento dominical, a los asistentes a él, que era para quienes se había diseñado la liturgia.
No estoy criticando todo esto. La liturgia bien hecha invita a adentrarse en los símbolos de la trascendencia. Evita que asistir al culto se convierta en asistir a una reunión meramente comunitaria, tal como ha ocurrido en tantas congregaciones. Estas liturgias comunitarias se caracterizan por la presencia de anuncios de los eventos venideros y una lista pública de los enfermos, los fallecidos recientes, los inminentes matrimonios, los cumpleaños y los aniversarios. A veces estos anuncios son explícitos, otras se indican en forma de oración. Esto sirve para comunicar a la gente que no se les olvida. Me pregunto, sin embargo, si las liturgias de grandes proporciones y las reuniones comunitarias entienden la veneración, que es la acción de valorar infinitamente a Dios y a los que se congregan en torno a él y ofrecen su servicio alentados por esta veneración. La liturgia no es un fin sino un medio para alcanzar un fin.

Miqueas.

Hubo una voz profética en la tradición bíblica que se formuló esta cuestión del medio y del fin mejor que nadie. Su nombre fue Miqueas y su historia nos ocupará en esta ocasión. Si alguien tiene algún conocimiento sobre el libro de Miqueas, probablemente no sea más que el vago recuerdo de que él es el que anuncia que el Mesías tenía que nacer en Belén porque la expectativa judía era, en parte, que el Mesías debía ser heredero legítimo del trono de David. Esta idea, que Miqueas expone, se incorporó en las historias del nacimiento de Jesús tanto de Mateo como de Lucas y por ahí nos es familiar gracias su repetición navideña.
En efecto, Mateo, citador de Escrituras por excelencia, se refiere directamente a Miqueas cuando el rey Herodes pide a sus escribas que determinen el lugar donde había de nacer el Mesías, para poder dar así, a los Reyes venidos de Oriente, la dirección correcta. Lucas usa indirectamente el mismo fragmento de Miqueas para demostrar la descendencia directa entre Jesús y David. Lo hace al afirmar que, por orden del César Augusto, todos los descendientes del antiguo rey debían ir al lugar de su origen, para un censo. Sin embargo, aunque éste sea probablemente el fragmento más conocido de Miqueas, el vigor del libro no está en él sino en el drama que se describe más adelante, en el capítulo sexto. Veámoslo.
Miqueas parece considerarse a sí mismo experto en la Ley (en la Torah) y parece ansiar demostrar sus habilidades en ello ante la suprema corte en Jerusalén. Pero nunca ha tenido oportunidad de hacerlo. En el capítulo 6 imagina un juicio: un juicio más dramático y universal que cualquier otro celebrado en Jerusalén. Su tema tiene que ver con el sentido de la liturgia como vamos a ver.

Sentido de la liturgia.

La habilidosa pluma de Miqueas presenta primero el lugar del juicio: ante el trono de Dios, Juez supremo. Después, según Miqueas, las montañas y los cerros forman el jurado. Y el acusado es Israel, al que se ha citado a comparecer. Miqueas es el fiscal acusador y el juicio empieza cuando Miqueas dice al pueblo:
- "¡Levántate. Litiga contra los montes; oigan los collados tu voz. Porque Dios tiene un pleito con su pueblo y pleiteará con Israel!" Así se abre la sesión y se inicia el gran juicio: Miqueas contra el pueblo escogido.
Entonces, se leen los cargos. Yahvé demanda una respuesta de los acusados. Porque les pregunta:
- "¿Qué te he hecho o en qué te he molestado?". Quiere saber por qué ellos no aciertan en cómo servirlo.
A continuación, Yahvé recuerda lo que ha hecho por Israel a lo largo de toda su historia: liberación de la esclavitud; vocación de líderes de la talla de Moisés, Aarón y Miriam; promulgación la Torah y protección frente a sus enemigos. Sin embargo, está claro que, a pesar de tantas bondades, Yahvé no se ha ganado el corazón de los israelitas. Con todo, al escuchar los cargos, Israel siente el dolor de la culpa y busca enmendarse. Su respuesta, sin embargo, consiste en apelar a su cumplimiento de los mandamientos religiosos y de las liturgias correspondientes:
- "¿Con qué me presentaré ante Dios y adoraré al Altísimo?. ¿Me presentaré ante él con holocaustos, con becerros de un año?", dice Israel, como atrapado y sin comprender lo que Dios realmente busca.
Yahvé, sin embargo, calla. Israel ha respondido a los cargos creyendo que Yahvé está interesado primero en la religión y en la liturgia. Entonces, imaginando que Dios condena sus observancias religiosas por inadecuadas, Israel promete aumentar sus sacrificios. Si a Dios no le complace el aceite que arde en los sacrificios, ni el becerro de un año que en ellos se quema, quizá le complazca un número mayor de ofrendas:
- "¿Le agradará al Señor el sacrificio de millares de carneros y de diez mil arroyos de aceite?".
Seguro que este aumento en su generosidad atraerá el favor de Yahvé pues contentará su deseo, piensan los israelitas. Pero Dios sigue callado y de nuevo el pueblo interpreta su silencio como que su adoración y sus ofrendas son aún insuficientes. Por eso piensan en unos sacrificios litúrgicos más meritorios.
- "¿Quieres que te ofrezcamos nuestros hijos, nuestras más preciadas posesiones?. ¿Satisfaría tu deseo la vuelta al sacrifico de nuestros hijos?". No otro es el sentido de las palabras que Miqueas pone en labios del pueblo:
- "¿Daré mi primogénito por mi rebelión, el fruto de mis entrañas por el pecado de mi alma?".
La acción dramática ha ido, pues, in crescendo hasta que Dios responde, por fin, y lo hace con las palabras más poderosas que, a mi modo de ver, contiene todo el libro:
- "Yahvé te ha enseñado, oh pueblo de Israel, lo que es bueno. ¿Qué es lo que él te pide?" No bellas fórmulas litúrgicas ni ofrendas ardientes ni sacrificios de animales; ni siquiera diez mil ríos de aceite ni tampoco el sacrificio de tus hijos. El único requerimiento que Dios impone a su pueblo es: "hacer justicia, amar la misericordia y ser humilde".
El juicio ha terminado. El veredicto se ha pronunciado. Yahvé no se complace en los actos de adoración. La única ofrenda, el único sacrificio que Yahvé valora son las vidas vividas en justicia, misericordia y humildad.
Israel debe aprender otra vez cuál es el verdadero significado de la adoración: la justicia humana ofrecida a Dios. La justicia entre hombres y mujeres es la única adoración viva.
Miqueas, entonces, se puso a escribir sus palabras y éstas el pueblo las guardó en principio como un tesoro, como las palabras inspiradas de su profeta. Con el tiempo, alguien decidió que en estas palabras, además, se escuchaba "la palabra de Dios". Por eso sus escritos se añadieron finalmente a las Sagradas Escrituras de Israel. A partir de ahí, las palabras de Miqueas empezaron a trascender fuera de su entorno y se leyeron, a lo largo de los siglos, en los servicios religiosos del templo y de las sinagogas. Pero no sólo ahí, también fueron objeto de estudio riguroso por parte de los rabinos. Gracias a Miqueas la gente aprendió que Yahvé no quiere liturgias ni sacrificios sino sólo "hacer justicia, amar la misericordia y ser humilde."

El conocimiento de Dios.

El conocimiento de Yahvé nunca fue estático entre los judíos. En las páginas de sus Escrituras, el conocimiento de Dios siempre evolucionó, cambió, creció. En los escritos de Oseas, se le comprendió como amor. En los de Amos, como justicia. En los de Miqueas, la gente pudo comprender que la adoración no son formas y ceremonias. No se trata de vestir ni de cantar de un modo especial. Tampoco se trata de utilizar un libro de oración sagrado ni un gran órgano ni otros instrumentos musicales. No importa el lugar donde se ubique el altar, el estilo de la liturgia que se celebre ni la naturaleza de los sacrificios de las personas. La veneración y la adoración son siempre y principalmente vivir fielmente, es decir, dar el máximo valor a Dios, lo cual se manifiesta en la plenitud de toda vida humana.
A través de la historia del pueblo judío, los profetas siempre se situaron fuera de las instituciones sagradas, a diferencia de los sacerdotes, que se situaban siempre dentro. Por eso ellos fueron quienes, una y otra vez, abrieron e hicieron crecer el significado del nombre de Dios. Fueron los profetas quienes, lenta pero irreversiblemente, transformaron el Dios tribal de los judíos en un núcleo de significados universales. Los profetas fueron quienes hicieron posible a Jesús de Nazaret. Era claro, dentro de la tradición profética, que la religión, entendida como liturgia, no era antes que el amor de Dios. Dios incluye el reconocimiento de que no hay nada ni nadie que pueda separar al hombre del amor de dicho Dios. Jesús demostró esto un episodio tras otro de los registrados en los evangelios. Siempre dejaba de lado las reglas religiosas para que pudiera manifestarse el más profundo principio de justicia: que ninguna vida queda excluida del amor de Dios y que, por tanto, tampoco debe quedar excluida del cuidado de los demás. Sus discípulos vieron esto en él; y esta intelección los llevó a afirmar que, conforme a la experiencia de Cristo, todas las barreras entre los hombres han desaparecido. Como dijo Pablo, si pensamos en la trayectoria de Jesús, no hay ni judío ni gentil, ni hombre ni mujer, ni homosexual ni heterosexual, ni bautizado ni no-bautizado, ni esclavo ni libre, ni creyente ni no creyente. Afirmar que esto es el más profundo significado de Dios es la esencia de la adoración. Así que la adoración no tiene que ver sólo con la liturgia sino con la vida. Es un medio, un camino hacia ella. La veneración no nos lleva a establecer instituciones eclesiásticas sino a humanizar nuestro ser y nuestro mundo. Miqueas es la "palabra de Dios" bíblica bajo cuyo tamiz toda liturgia debe ser examinada.

John Shelby Spong

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