
No es apropiado tomar los evangelios como crónicas históricas, en el sentido moderno de la palabra; mucho menos, los relatos de la infancia. Particularmente estos últimos, son composiciones teológicas orientadas a vehicular una confesión de fe: lo que les importa realmente a sus autores es transmitir, del modo más comprensible e incluso “visual”, las grandes convicciones a las que han llegado –y que se comparten en sus comunidades-. Aquí radica su genio.
Lo que ocurrió después fue que, desconociendo el modo y la intencionalidad de estas narraciones, se leyeron y entendieron de una manera literal, hasta el punto de incorporarlas, con esa misma literalidad, al conjunto de las creencias cristianas, llevando necesariamente a callejones sin salida.
Los evangelios pues, no son unos informes documentales, sino testimonios de creyentes, escritos a la luz de la Pascua de Resurrección, con la finalidad de comunicarnos su fe.
De los cuatro evangelistas, Juan nos dice que en el principio, el Verbo estaba en Dios.
Marcos cuenta la vida de Jesús a partir de su bautismo. Mateo y Lucas al igual que Marcos escriben el evangelio desde el bautismo de Jesús como comienzo de su vida pública, pero cuando se metieron en la infancia, no encontraron nada. Es decir de Jesús, sabemos los tres últimos años de su vida.
Y ¿qué hicieron?. Pues construir un belén para trasmitir su fe, y escribieron la mas bella historia jamás contada y que casi 2000 años después continúa despertando sentimientos de paz, amor y solidaridad.