domingo, 4 de noviembre de 2012

Perlas escondidas



El santo lleva  vestidos viles, pero esconde las perlas en su pecho.
LAO-TSÉ

            En la festividad de Todos los santos contemplamos la gran multitud de santos conocidos y desconocidos. La Carta a los hebreos (12, 1) los compara con una nube dorada, cuyas gotas reflejan la luz del sol que es Dios. El Apocalipsis (7, 9) nos recuerda que son «una muchedumbre incontable, de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas».
Podríamos añadir también «de todas las religiones»,  puesto que la misma Biblia entre los justos que están con Dios incluye también a Enoc, Noé, Job, el rey pagano Daniel, que pertenecen a culturas y creencias diferentes de la hebrea, mientras que Cristo admite en el Reino de los cielos incluso a quienes, pese a no haberlo conocido, lo han amado en los pobres y en los últimos de la tierra (Mt 25, 37-40).
            Precisamente en esa línea quiero que nos hable de la santidad un personaje extraño en el horizonte de la Revelación bíblica. La bella silueta del santo citada al comienzo es atribuida a Lao-Tsé, pensador y maestro chino del siglo VI-V a. C., exponente de la espiritualidad taoísta. Es sugerente la idea de distinguir entre apariencia y realidad para ilustrar la santidad. El arte no ha tenido en cuenta esta manera de pensar y ha aislado a los santos con sus aureolas, los ha transfigurado en iconos, los ha deshumanizado con leyendas hagiográficas. Y, en cambio, ellos llevan vestidos de diario, son con frecuencia personas sencillas y modestas. Sin embargo, en el hondón de su alma hay perlas de luz, un fuego que calienta, un signo de lo divino que actúa. Por eso tenía razón Rudolf Otto (1869-1937), gran estudioso del fenómeno religioso, cuando afirmaba que «el santo es totalmente distinto y al mismo tiempo se comporta muy humanamente».

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