miércoles, 27 de abril de 2011

El reto histórico de la resurrección de Jesús

El mundo sería otro sin la resurrección de Jesús.

A quien analice nuestra sociedad, tradicionalmente cristiana, le resultará un tanto sorprendente la ausencia en los grandes medios de una reflexión serena sobre el acontecimiento de la Resurrección de Jesús. Se tenga o no conciencia del hecho, en Occidente y en otras partes del planeta, el Domingo es la fiesta no sólo del año sino de cada de semana. Por eso, la extrañeza del silencio extendido sobre el significado de esa fiesta. ¿Un silencio envuelto quizá en la complicidad de una mentalidad posilustrada? “Hay que dejar en suspenso el hablar de la resurrección. ¿Pero es Vd. tan ingenuo para pensar que pudo suceder algo así?” .
Sin embargo, llega hasta nosotros la razón de esta fiesta, con dos mil años de historia, forjada sobre la creencia primitiva cristiana de que Jesús resucitó de entre los muertos: “Alguien que estaba perfectamente muerto, volvió de nuevo a estar perfecta y verdaderamente vivo”.
Los mismos discípulos de Jesús eran los primeros en admitir que los muertos no resucitan. Pero, en Jesús llegaron a comprobar una modalidad de existencia nueva, una nueva creación.
Hay quienes creen en la resurrección de Jesús y hay quienes la niegan. Yo soy de los que están convencidos de que el mundo sería otro de no haber sucedido la resurrección de Jesús. El acontecimiento se refiere a la cuestión misma de la vida y de la muerte y es, por ello mismo, explosivo y subversivo; explosivo desde el punto de vista social, cultural y político porque no se lo puede domesticar.

¿La resurrección corporal de Jesús no tiene nada que ver con lo que hoy consideramos nuestro cuerpo?. ¿Se reduce a meras proyecciones de la creencia cristiana?.
Significado para los primeros cristianos de la resurrección de Jesús.
La resurrección de Jesús tuvo lugar al tercer día de ser ejecutado y no fue algo que se produjo en las mentes de sus seguidores. ¿Qué significaba, pues, para los primeros cristianos que Jesús resucitó de entre los muertos?.
Sin eludir lo difícil del tema, creo que podemos firmar algunas cosas fundamentales.
Primera. El pueblo de Israel tenía un concepto especial de Dios. Yahvé era para ellos el Dios único, al que rezaban, hacían sus sacrificios y del que esperaban cambiara su suerte; era cognoscible y misterioso a la vez; actuaba en el mundo, era el Creador y era apasionado por su pueblo. Yahvé era el Dios Creador, que da y quita la vida, que enfrentaba al mundo pagano y notificaba que sólo él era legítimo dueño y señor de todo.
De este Dios, que estaba en el núcleo de su vida, Israel esperaba la liberación, sin que supieran demasiado cómo iba a ser y cómo ellos debían comportarse ante ella.
En ese contexto, la resurrección de Jesús daba a conocer a un Dios distinto. Precisamente en la resurrección de Jesús se cumplía la esperanza de Israel. A ese Jesús, ejecutado como pretendiente mesiánico, como “rey de los judíos”, el Dios de Israel lo acreditaba mediante un acto vivificador como Mesías e “hijo” suyo. El Dios de Israel cumplía así su promesa.
En el mundo judío, ser “hijo de Dios” se aplicaba a Israel como un todo o al Mesías que esperaban. En el mundo pagano, “hijo de dios” se refería a personajes semidioses, héroes, etc. Los emperadores romanos eran “hijos de dios”. Augusto Tiberio César era hijo del divino Augusto.
Tal acontecimiento provocaba, obviamente, revuelo e iba a hacer inevitable el enfrentamiento. El Dios de Israel era puesto en tela de juicio por otros dioses poderosos de los babilonios, griegos y romanos.
Volvía la novedosa y revolucionaria noticia de la resurrección. Muchos paisanos judíos no podían o no querían aceptarla: “Afirmar a Jesús resucitado en el sentido de “Mesías” era lo más profundamente judío que los cristianos podían hacer “
( N.T. Wright, La resurrección del Hijo de Dios, VD, 2008, pg. 885).
Los fariseos y los saduceos (jerarquía oficial de Israel ) estaban horrorizados ante las palabras de Saulo el Tarso: “Jesús, fue constituido su Hijo, en plena fuerza por su resurrección de la muerte: Jesús, Mesías, Señor nuestro” (Rom 1, 4).
La muerte como enemigo, que había degradado el orden de la creación , no se podía permitir que se saliera con la suya, que se llevara los cuerpos humanos y dejara las almas humanas para el Creador. Jesús, representante del Dios Creador, llevaba a cabo esta tarea: librar al mundo del mal y, en última instancia, de la muerte. La crucifixión de Jesús, seguida de la resurrección, era una victoria y no una derrota. En Jesús de Nazaret, Dios había derrotado a la muerte.
Aparece, pues, clara la creencia que los primeros cristianos tenían y que a nosotros transmitieron: “ Jesús es el Mesías de Israel. En El, el plan de la alianza de Dios, de encargarse del pecado y de la muerte que tan radicalmente han infectado este mundo, ha alcanzado su cumplimiento decisivo y largamente esperado” (N.V. Wright, Idem, pg, 886).
Segunda. Llamar a Jesús “hijo de Dios” era lanzar al mundo una reivindicación universal, que sobrepasaba todo particularismo, toda secta y que se negaba a abandonar el mundo en manos de los principados y las potestades. El Mesías era el Señor, el kyrios.
El anuncio de este acontecimiento sonaba como un ataque más o menos directo al Cesar de Roma: el Mesías de Israel era considerado por los cristianos como el verdadero monarca de los gentiles también. El símbolo del pez, ICHTHYS, expresado en griego, era un símbolo antiimperial, que devolvía el mundo a quien correspondía: al Dios Creador.
El espacio del dominio del mal, del pecado y del imperio ha sido rescatado por la resurrección corporal de Jesús. Dentro del imperio, los cristianos, fieles al kyrios, se constituían como células rebeldes: “La muerte es el arma definitiva del tirano; la resurrección no establece una alianza con la muerte, la derroca. La resurrección, en su pleno sentido judío y paleocristiano, es la afirmación definitiva de que la creación importa, de que los seres humanos corpóreos importan. Esta es la razón por la que la resurrección ha tenido siempre un significado inevitablemente político; esa es la razón por la que los saduceos en el siglo I, y la Ilustración en nuestros días, se han opuesto tan enérgicamente a ella. Ningún tirano se ve amenazado porque Jesús se vaya al cielo, dejando su cuerpo en una tumba. Ningún gobierno afronta la auténtica exigencia cristiana cuando la predicación de la Iglesia intenta basarse en la enseñanza de Jesús, desvinculada del hecho fundamental y dinamizador de la resurrección de Jesús (o cuando, en realidad, la resurrección se afirma simplemente como un ejemplo de “final feliz” sobrenatural que garantiza una bienaventuranza post mortem” ( N.T. Wright, Idem, p. 889).
Tercera. Si existe ese Dios verdadero, ¿qué se puede decir de El a partir del momento de la resurrección? Sencillamente que la realidad de Dios (no la del dios César y de los demás tiranos) se encarna y revela en Jesús de Nazaret.
Los pasajes en que Pablo habla de Jesús como “hijo de Dios” (Rom 5,10; 8,14-17.29.32) tienen el sentido de que Jesús es el enviado por Dios, desde Dios, no sólo como mensajero, sino como encarnación misma de su amor: “El Evangelio de Dios relativo a su hijo, nacido del linaje de David según la carne y señalado como hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por la resurrección de los muertos, Jesús el Mesías, nuestro Señor...” (Rom 1,1,3 s). .
La obra de Jesús hay que entenderla como obra del “hijo de Dios”, así lo declara la resurrección. Jesús vino a nosotros, en la carne, no fue incorpóreo (Filón), sino que fue muerto en la carne ; muerto y enterrado, y resucitado tres días después. Este es el anuncio público: Jesús, hijo, encarna y revela a Dios. La fe en el poder resucitador de Dios es la alternativa a la idolatría.
Quedaba así inaugurada una nueva era: el Espíritu divino de Jesús creaba una familia nueva, universal, integradora de todas las razas y pueblos.
“No es de extrañar que los Herodes, los Césares y los saduceos de este mundo, tanto antiguo como moderno, estuvieran y estén deseos de excluir toda posibilidad de resurrección real. Después de todo, están haciendo valer una contraafirmación sobre el mundo real. Es el mundo real que los tiranos y los matones (incluidos los tiranos y matones intelectuales y culturales) intentan gobernar por la fuerza, para lo cual, sin embargo, descubren que han de acallar todos los rumores de resurrección, rumores que darían a entender que sus mejores armas , la muerte y la destrucción, no son, después de todo, omnipotentes. Pero, en el pensamiento judío, es el mundo real que el Dios verdadero hizo, y por el cual aún se lamenta. Es el mundo real que, en las primeras historias de la resurrección de Jesús, fue reclamado de manera decisiva y para siempre por ese acontecimiento, un acontecimiento que exigía ser entendido, no como un milagro extraño, sino como el comienzo de una nueva creación” (N.T. Wright, Idem, pg. 897).
 ¿Qué significa, pues, resucitar?.
Lo del acabamiento de la vida es un momento propio de cada uno y, como tal, intransferible. A partir de ahí las cosas cambian profundamente. Paradójicamente, los cristianos creemos que el cambio no es tan radical, pues hay una continuidad entre el acá y el allá, la tierra y el cielo. Son vidas distintas pero con una cierta continuidad.
Ningún humano puede evitar el interrogante de la muerte y de lo que tras ella puede venir. Es lógico que podamos preguntarnos: ¿qué sentido tiene la vida si nada queda de todo lo vivido?.
“Constatamos, escribe Leonardo Boff, que la muerte es la gran señora de todo lo que es creado e histórico, pues todo está sometido a la segunda ley de la termodinámica, la entropía. La vida va gastando su capital energético hasta morir”.
Y nos toca, como siempre, reaccionar y posicionarnos ante la muerte: la vida es un misterio, dentro del cual ella se erige con un orden superior de autorregulación y reproducción. Donde hay vida, hay energía, autorreproducción y se asegura así la autoconservación.
Sin embargo, la vida, todas las formas de vida, tienen un límite: la muerte. ¿También la vida humana? Todos clamamos por una vida sin fin. Pero, los mecanismos de la muerte no hay quien los detenga. ¿Será por eso que la muerte es para el ser humano drama y angustia? ¿Será por eso que San Pablo gritaba: ¿quién me librará de este cuerpo de muerte? Y respondía: “Gracias a Dios, por Jesucristo, nuestro Señor”.
“Es sorprendente, dice de nuevo Leonardo Boff, pero en esta frase se encuentra la esencia pura del cristianismo. Este testimonia el hecho mayor de que alguien nos libró de la muerte. En alguien la vida se mostró más fuerte que la muerte e inauguró una sintropía superior”.
Jesús conoció e inauguró una sintropía (evolución) superior, en virtud de la cual su vida era un nuevo tipo de vida, no amenazada por la enfermedad ni por la muerte. Por eso, la resurrección no puede ser entendida como reanimación de un cadáver, sino como una revolución dentro de la evolución, como un saltar a un tipo de orden vital, no sometido ya a la entropía: desgaste y acabamiento final.
Con lo cual afirmamos que la vida se transfigura. Es decir, en el proceso evolutivo la vida alcanzó tal densidad de realización que la muerte ya no logra penetrar en ella y hacer su obra devastadora. Y, de esta manera, la angustia milenaria desaparece, se sosiega el corazón, cansado de tanto preguntar por el sentido de la vida mortal. En fín, el futuro se anticipa, queda abierto a un desenlace felíz y apunta hacia un tipo de vida más allá de este tipo de vida.
¡Has resucitado!.
Y resucitar significa:
Que Jesús, en la muerte y desde la muerte, entró en el ámbito mismo de la vida divina, realidad primera y última. El Crucificado continúa siendo el mismo, junto a Dios, pero sin la limitación espacio-temporal de la forma terrenal.
La muerte y la resurrección no borran la identidad de la persona sino que la conservan de una manera transfigurada, en una dimensión totalmente distinta. Para hacerlo pasar a esta forma de existencia distinta, Dios no necesita los restos mortales de la existencia terrena de Jesús. La resurrección queda vinculada a la identidad de la persona, no a los elementos de un cuerpo determinado.
Resucitar significa, pues, entrar a través de la muerte en el ámbito mismo de la vida de Dios. Nuestra fe nos asegura que el Dios del comienzo es también el Dios del final, que el Dios , Creador del mundo y del hombre, es también el que consuma a éstos en su plenitud.
Resucitar significa que la persona que muere, continúa, y el cuerpo se disuelve pero entra en una dimensión nueva. Hay continuidad y discontinuidad.
Resucitar significa apostar, como Jesús, por la vida, por la justicia, por el amor, por la libertad, llegando incluso a soportar en esta lucha el vituperio del fracaso de este mundo, pero seguros de que la inocencia del Justo será reconocida y premiada por Dios. Dios tiene siempre la última palabra, no la iniquidad.
Resucitar significa que estamos ya, en una marcha hacia la plenitud de la vida, en lucha contra todo lo que bloquea, merma y mata la vida. El tiempo que se nos da no es para volverse pasivos, indolentes, excépticos, sino para trabajar, ahora, en el minuto a minuto, e ir haciendo que esta tierra sea cada vez más un cielo, el cielo de Dios. La resurrección de Jesús es la meta final, la anticipación de la plenitud que nos aguarda. Y esa plenitud no hay otra forma de hacerla más real y operativa que comprometerse con aquéllos que más vida, amor y libertad necesitan: los pobres.

Benjamín Forcano
Pascua del Jesús Resucitado - Madrid, 24 de abril de 2011

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