domingo, 24 de abril de 2011

No le busqueis entre los muertos

“Nunca, de nadie, en ningún lugar, se dijo lo que de Jesús: ha resucitado”. Esta es, para los cristianos, una creencia que viene desde el principio, es como el centro de su fe y la base para el reconocimiento de Jesús como Mesías y Señor. Al mismo tiempo, con la resurrección de Jesús, albergamos la esperanza de nuestra propia resurrección.
¿Cómo surge esta fe en la resurrección de Jesús?
Al tratar de este tema, nos encontramos con la postura de quienes afirman “que al cuerpo de Jesús no le sucedió en Pascua nada en absoluto, sino que siguió descomponiéndose, como un muerto más. Jesús no resucitó”. Otros la admiten porque eso es lo que afirma la Biblia y porque “si El era hijo de Dios”, ¿qué otra cosa cabía esperar?.
Para aclarar, disponemos de dos cosas absolutamente claras: la tumba vacía y los encuentros con Jesús resucitado.
La idea de la resurrección existía ya en la creencia judaica, pero tal como se daba no podía generar la creencia en la resurrección de Jesús.

La creencia se genera por la historias de la tumba vacía y por las apariciones de Jesús a la gente, vivo de nuevo. Pero conviene recalcar que la tumba vacía, por sí sola, no pudo generar esa creencia; sin la circunstancia de los “encuentros” con Jesús, hubiera resultado un enigma angustiante. Podía haber dado lugar para pensar en la práctica bastante común del robo de las tumbas, pero el solo hecho de la tumba vacía no habría llevado a nadie en el mundo judío y pagano a hablar de resurrección de Jesús.
Nadie esperaba que a un individuo muerto le pudiera ocurrir la resurrección. Ni los mismos discípulos esperaban que esto pudiera sucederle a Jesús. De no haber incurrido otra cosa inusitada, nadie hubiera dicho que Jesús era el Mesías y el Señor del mundo.
En la tumba quedaron, ciertamente, los lienzos funerarios de Jesús, pero dan a entender que algo nuevo había ocurrido: nadie se había llevado el cuerpo de Jesús y, sin embargo, el cuerpo se había liberado de ellos.
Del mismo modo, los encuentros con Jesús, por sí solos, no bastan para admitir la resurrección. Se podían interpretar como visiones angélicas o como proyección de sentimientos de culpa o pena, o como sueños tenidos con la persona fallecida. Pero dichas prácticas con ser comunes no habían llevado a nadie a decir que tal o cual difunto había resucitado.
La tumba vacía, por sí sola, resulta insuficiente para admitir esa creencia y los encuentros, por sí solos, también. Los primeros cristianos admitieron que ambas cosas : la tumba vacía y los encuentros iban unidos. Las historias de la tumba vacía siempre fueron contadas como historias de que el Jesús que se estaba apareciendo estaba en continuidad corporal con el cadáver que había ocupado la tumba. Ambos elementos brindan una razón sólida para la creencia: el cuerpo de Jesús había desaparecido, pero se había descubierto que su persona estaba completamente viva de nuevo, se había mostrado el mismo hablando, comiendo y bebiendo con la gente a que se aparecía.
Si el cuerpo de Jesús de Nazaret hubiera permanecido en la tumba, no se habría producido esta antigua y primitiva creencia cristiana. Ya podía decirse que los discípulos se habían inventado esta creencia, debido a que el ambiente en que vivían les llevaba a hablar de resurrección. Nunca antes, de ningún otro líder, héroe o aspirante a Mesías judíos se dijo que había resucitado de entre los muertos. La circunstancia de la tumba vacía, combinada con la de las apariciones, resulta condición necesaria para generar esta creencia.
Las apariciones son, pues, un complemento del descubrimiento de la tumba vacía y convierten en suficiente una condición que, por sí misma, era insuficiente.
Es legítimo pensar que los discípulos tuvieran sueños sobre Jesús, pero los solos sueños no bastan para que judíos y paganos hubieran podido afirmar que Jesús había resucitado. La creencia cristiana habla de continuidad de la persona concreta fallecida y, al mismo tiempo, de transformación: Jesús aparecido es indudablemente corpóreo pero su cuerpo posee propiedades sin precedentes y hasta entonces inimaginables.
Quedan, pues, claras dos cosas: que hay continuidad entre el Jesús que había muerto y el que en ese momento está vivo; y la transformación operada en la índole de su corporalidad: “La combinación de tumba vacía y apariciones de Jesús vivo constituyen una serie de circunstancias que es en sí misma necesaria y suficiente para la aparición de la creencia paleocristiana” ( N.T. Wright, La resurrección del Hijo de Dios, VD, 2008, pg. 846).
Lo dicho hasta aquí, sigue siendo indemostrable desde una perspectiva pitagórica, matemática. Con la historia casi nada queda descartado de manera absoluta; después de todo, la historia es en su mayor parte el estudio de lo inusitado y lo irrepetible. “Los primeros cristianos no se inventaron lo de la tumba ni los “encuentros” o “vistas” de Jesús resucitado con el fin de explicar una fe que ya tenían. Adquirieron esa fe debido a que esos dos fenómenos se dieron y se dieron de manera convergente. Nadie esperaba algo así. Decir otra cosa es dejar de hacer historia y adentrarse en un mundo de fantasía personal, una nueva disonancia cognitiva, en la cual el implacable modernista, desesperadamente preocupado por el hecho de que la cosmovisión posilustrada parezca en peligro inminente de hundimiento, idea estrategias para apuntalarla, pese a todo (N.T. Wright, Idem, pg. 859).
 A partir de aquí, es explicable que los cristianos empezaran, sorprendentemente pronto, a considerar el primer día de la semana como su día especial; que nadie entre ellos venerara –no hay prueba alguna de ello- la tumba de Jesús ni que nadie intentara realizar un enterramiento secundario de Jesús, lo cual no deja de ser importante, pues de haber seguido el cuerpo de Jesús en la cueva, al cabo de un tiempo (entre seis meses y dos años) los familiares y amigos hubieran comprobado su descomposición, hubieran recogiendo con reverencia los huesos y los hubiesen guardado en un osario o en alguna otra ubicación cercana. Es lo que José de Arimatea habría esperado hacer con los huesos de Jesús.
Pero, la Iglesia primitiva, con Saulo de Tarso, el perseguidor, al frente, empezó a proclamar que Jesús había resucitado de entre los muertos. El historiador llega a concluir que la tumba vacía y los encuentros con Jesús son acontecimientos históricos, es decir, reales e importantes y que, sin ellos no se puede dar razón del cristianismo: “Las creencias y costumbres generalizadas de los primeros cristianos sólo son explicables si suponemos que todos ellos creían que Jesús fue resucitado corporalmente en un acontecimiento pascual parecido a las historias que cuentan los evangelios; la razón por la que creían que fue resucitado corporalmente era que la tumba estaba vacía y que, a lo largo de un breve período posterior, se encontraron con Jesús en persona, que tenía todo el aspecto de estar corporalmente vivo otra vez” (N.T. Wright, Idem, pg. 863).


Nunca, de nadie, en ningún lugar, se dijo lo que de Jesús: ha resucitado.

Benjamín Forcano

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