lunes, 24 de junio de 2013

¿Será Dios un cerezo?


"Aquellos aldeanos, que encontraron el solitario cerezo, se atiborraban de sus excepcionales frutos. Eran unas cerezas granates, lustrosas y enormes. Aquellas gentes sencillas no solo disfrutaban de tan gratuito alimento, sino que aprovechaban la enorme sombra y la fortaleza del tronco para descansar.

La sorpresa surgió cuando se dieron cuenta que aquel enorme frutal florecía y fructificaba continuamente. No había razón para guardar el secreto. Había cerezas para todos los que quisieran cogerlas. Así que cada vez fueron más los lugareños que acudían a alimentarse de aquel asombroso árbol.
Pero un día llegó la noticia a los "sabios y entendidos" que, con incredulidad, acudieron a investigar el supuesto portento. Tuvieron que admitirlo: aquel cerezo misterioso fructificaba sin interrupción. Esto hay que investigarlo científicamente, se dijeron. Hay que tomar medidas para que la gente no destruya o deteriore el árbol.
Con ese objetivo trazaron una línea de seguridad para que la multitud no se acercara y les dejaran investigar. Comenzaron haciendo algunas punciones en el tronco, después pequeños taladros. Analizaron hojas y ramas. Incluso desenterraron raíces y tomaron muestras del terreno.
Había opiniones para todos los gustos. Esto es un misterio, decían unos, pero seguro que tiene una explicación racional. Es el resultado de la evolución de la especie, decían otros, y hay que estudiar la coincidencia de factores. Es claramente un milagro, aseguraban algunos. Estudiad el Libro y veréis que ya acontecieron antaño prodigios semejantes.

Todos tenían su teoría y todos querían demostrarla. Analizaron, estudiaron, pensaron, teorizaron, llenaron páginas y páginas son sus elucubraciones. Muchísimos intelectuales se dedicaron a estudiar la naturaleza de aquel extrañísimo árbol, descuidando la recogida de semillas para plantar y multiplicar aquella maravillosa especie.
Tanta preferencia para los "intelectuales" y tanta restricción para la gente sencilla causó escasez de alimento, puesto que no podían acercarse al árbol fructificador. Primero hay que investigar -decían los eruditos- no vaya a ser que perjudiquen al árbol o se destruyan pruebas concluyentes. Hay que marcar rígidas normas y accesos controlados.
Entre los "sabios y entendidos" había muchos clérigos y propusieron hacer un templo alrededor del árbol. Porque era evidente que aquello era un fenómeno divino que merecía veneración y control.
Solo los sacerdotes podrían tocar el árbol y solo ellos controlarían el acceso del pueblo a sus frutos. Dirían cómo tratarlo, decretarían cómo ponerse ante el árbol y especificarían las oraciones para solicitar el milagro. Mientras tanto las cerezas seguían brotando abundantemente de las manos verdes del cerezo y muchas se desperdiciaban.
Los clérigos más influyentes consiguieron, por fin, que se construyera un gran templo para honrar aquel prodigio divino. Después pidieron dinero y joyas, construyeron una carísima corona de oro y organizaron la solemne coronación del cerezo milagroso.
Incluso le ciñeron un fajín de general, le adornaron con exóticas joyas y le pusieron un bastón de mando entre sus ramas. Hasta lo rodearon con un enorme alcorque de oro y plata. Pero no se percataron que, al haber restringido el acceso a los frutos, había quien pasaba hambre.
Consiguieron ir ampliando el templo y hacer una joya arquitectónica. Y se comenzó a cobrar por entrar a ver el árbol, los tesoros que lo adornaban y la prodigiosa arquitectura que lo cobijaba.
Claro que, para entonces, una mayoría de curiosos iba a contemplar la edificación, su arte y sus tesoros, más que a gustar los abundantes frutos.
Los visitantes ya no eran los aldeanos, que simplemente querían comer del cerezo, sino los turistas internacionales y pudientes que querían ver la hermosa construcción humana levantada alrededor de aquel árbol que todos creían sobrenatural.
Algunos visitantes crédulos querían conseguir del árbol mucho más que cerezas y ponían velas, dejaban dinero, celebraban ritos, hacían rogativas y novenas, etc. para que les fueran concedidos sus "deseos particulares": peras, plátanos, ciruelas...
Incluso había quienes caminaban de rodillas largo trecho hasta llegar al monumental santuario, se golpeaban la espalda, se hacían sangre, se causaban dolor. El dolor y la sangre -se decían- sin duda conmoverán al árbol maravilloso y nos concederá lo que le pedimos en su grandioso templo.
Los clérigos sonrientes y satisfechos se decían: ¡Cuánta fe hemos logrado despertar en este pueblo!
Mientras tanto los aldeanos, que saciaban su hambre en el árbol, se habían quedado sin su sustento preferido. Pero la afluencia de turistas había logrado mejorar el nivel de vida y la mayoría llegó a olvidarse de aquellas portentosas cerezas que daban duradera energía.
Sólo algunos, entusiasmados aún con el recuerdo de la fresca sombra, el fuerte tronco y el alimento dulce, se afanaban por burlar los controles del templo, acercarse al cerezo y comer de sus fructuosas ramas.
Acertaron a pasar por allí unos monjes que, al contemplar el padecimiento de aquellos pocos por llegar al árbol, les ayudaron a horadar túneles para burlar la vigilancia.
Así esos pocos lograron volver a alimentarse con las cerezas maravillosas, sin importarles el riesgo que corrían, ni de qué estaba hecho el tronco o adónde llegaban sus raíces. La experiencia de verse alimentados en todo tiempo les hizo fuertes y felices.
Me contaron que a algunos los apresaron controladores del complejo, los acusaron de herejes y profanadores. Incluso los castigaron y expulsaron para siempre.
Pero ellos siguieron saliendo "en la noche dichosa, en secreto, que nadie les veía, ni miraban cosa alguna, sin otra luz y guía sino la que en el corazón ardía" para conseguir alimentarse de aquellas maravillosas cerezas que embriagaban".

Quien me contó este cuento me advirtió que cualquier parecido con la realidad sería mera coincidencia.

De "Cuentos del manantial"
 Jairo del Agua

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